Entré, pedí un café americano grande.
El tatuaje me ardía, recordé que tenía que aplicarme la maldita crema que había olvidado en casa. Mi panza estaba revuelta. Saqué la compu mientras lo esperaba, fiel a su costumbre se demoraba una vida.
Lo vi llegar. Chamarra marrón, lentes negros, ese caminar despreocupado aún teniendo la cabeza hecha mierda. Sonrisa de medio lado.
Tenía el estúpido impulso de echarme a correr, abrazarlo, llorar, pegarle, decirle que era un imbécil y yo más imbécil aún por aceptar ese encuentro. Mi pungo, mi querido y estúpido pungo. El culpable de mis noches de insomnio y de que mi psicoanalista tenga carro nuevo. Su accidentado paso por mi vida me había dejado más hecha mierda que todo mi pasado junto.
Nos vimos, me paré y lo abracé. No pude más con todo lo que tenía adentro, me eche a llorar, me acunó y ahí la rabia me ganó, toda esa rabia acumulada por meses, le pegué en la espalda, a puñetes. No podía más.
Susurraba varios "te odio" entre sollozos, él seguía besando mi cabello. Y todo eso se desarrollaba en silencio, las personas solo veían a una pareja abrazada.
- ¿Vas a dejar de golpearme algún día?
- No - lo empujé separándolo de mi.
- ¿De que te ríes, tonto?
- Nada, solo me pone feliz verte, estás linda.
Si él supiera que al fin he encontrado mi corazón de vuelta.
Caminamos hasta el parque de la vuelta, prendió un cigarro, nos sentamos y conversamos, nos debíamos eso desde hace tiempo.
Lo vi llorar y me partió el alma, dejo que lo abrace. Los dos acabamos lloriqueando cual niños. Caminamos de la mano, me jalaba y nos besábamos cada cuadra.
Estaba en casa.
Él estaba bien.
Él me quería.
Él había superado su mediocre cobardía.
Él apostaba por mi.
Y yo estaba soñando.
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