sábado, 28 de marzo de 2015

#Pepas



Cuándo era chica (si, aún más) enfermaba mucho de los bronquios y las amígdalas y llegó el momento en el cual los jarabes ya no me sanaban y mi doctor me condenó recetandome mis primeras cápsulas.



Fue...terrible.

Tenía 10 años, estaba en mi cama con una temperatura de 39, hecha un despojo humano y llegó mamá con las pastillas. Me explicó como las debía de tomar y mi plan era hacer exactamente eso. Metí la pastilla a mi boca, tome agua y...nada.

Se desató el escándalo. Toda mi familia hacía cola en la puerta de mi cuarto, entraban uno a uno para "ayudarme" a pasar las pastillas, pero todos los intentos terminaban igual, conmigo llorando y sudando, asustada porque se me quedaban pegadas al paladar y juraba que en algún momento me iba a atorar y vomitar. Si, así.

Entraba mamá utilizando todas sus múltiples personalidades, la comprensiva, la autoritaria, todas. Papá con su paciencia infinita dándome aliento mientras yo (entre sollozos) trataba de disculparme explicando que no podía.
Mis hermanos, uno tras otro, rindiéndose paulatinamente.

Para solucionar el gran problema y no muera en el intento, cambiaron las pastillas por inyecciones, las cuales agradecí eternamente porque me libraba de la tortura de no poder pasar esas cosas asquerosas.

Y esa mala experiencia se quedo en mí, ahora casi 13 años después le temo a mis antibióticos, por eso escribo estas líneas, como terapia.

Eso o voy dónde mi psicólogo a confesar "Doc, le temo a mis pastillas" creo que eso me valdría un pase de por vida (por fin) a algún centro psiquiátrico.

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