domingo, 31 de enero de 2016

Sobreviviendo al Infierno

Soy hija única, siempre tuve todo lo que quise.

Sobreprotegida, malcriada, engreída, clase media alta. A papá nunca le gustó que se me acerque ningún chico pero, esa última vez, tuvo más razón que Dios en desconfiar.

Se llamaba Javier, lo conocí gracias a esas aplicaciones para celular dónde puedes interactuar con personas, tener citas, cosas así. Alto, bien parecido, tonificado, ojos negros, hermosa sonrisa, 24 años y, para mis 20, lo encontraba perfecto. No podía creer tanta suerte.

Apenas cumplimos un mes saliendo, mis papás exigieron conocerlo.  

Papá lo odió desde la primera mirada, mamá era demasiado dulce para emitir opinión pero podía notar su descontento. Un descontento que yo no me explicaba (además de encontrarlo injusto). Gracias a esa mala primera impresión empezó a quebrarse el vínculo con mi familia. Las peleas eran diarias y a todas horas, siempre por el mismo tema.

Luego de otra discusión, ya muy noche, esperé que se duerman, arreglé mis cosas en dos maletas, tomé las llaves de mi auto sin saber cuánto me arrepentiría de lo que estaba a punto de hacer. 

Antes de salir llamé a Javier avisando que iba para su casa. Le encantó la noticia. Me recibió muy emocionado, comimos pasta y abrió un buen vino.

A la mañana siguiente desperté gracias al sol que se filtraba por la cortina. Él no estaba, supuse que siendo fin de semana, había ido a buscar algo rico para desayunar. Me recosté en el mueble aún adormilada. Llegó luego de unos minutos.

Ese fue el día en el que me avisó que íbamos a viajar fuera del país a tentar suerte en un trabajo que le habían ofrecido.

En lugar de alegrarme me puse pálida, me dieron náuseas, pensaba en mi familia, tenía la intención de volver, los extrañaba. ¿Cómo explicarle eso?

Guarde silencio gracias a mis ganas enfermizas de no separarme de él.  Dos días después, ya en el aeropuerto estaba muy nerviosa, como si algo dentro de mí dijera de forma desesperada que no viaje, que regrese a casa, que todos estaban muy preocupados.

Y claro, no hice caso a mis presentimientos. Gran error.

Nos instalamos en un departamento muy bonito, amueblado, con vista a un río cuyo nombre ya no recuerdo. Todo era lindo pero, no entendía porque no podía sacarme la sensación de intranquilidad del pecho.

El primer sábado que pasamos en nuestra nueva casa me avisó que a la noche estábamos invitados a una fiesta muy exclusiva. A la mañana de ese mismo día le confesé mis ganas de llamar a casa, me convenció que no era necesario, que iba a empeorar las cosas. No entiendo en que estaba pensando cuándo le hice caso.

Llegamos al evento y todo era raro, el ambiente, los invitados. Tipos muy grandes emparejados con mujeres más jóvenes que yo. Javier me trajo una copa de vino, luego perdí la consciencia.

Desperté desorientada y agitada.

¿Dónde diablos estaba?

Tenía el brazo amarrado a la cama, una sábana que solía ser blanca envolvía mi cuerpo desnudo. Estaba ansiosa, aterrada.

Era una habitación lúgubre, en lugar de puerta había una cortina. A simple vista parecía un cuarto de madera.

Pasaban los minutos e iba recordando todo, sentía cómo se helaba mi corazón.

Podía imaginar a mis papás en todos los medios de prensa, mamá recorriendo cada brigada. Mis abuelos pegando carteles con mi rostro y, abajo, se leería DESAPARECIDA.

¿Javier? ¿Me estaba buscando? ¿Qué pasó?

Encima de la silla que estaba a mi costado pude notar una cuchara, acompañada de una jeringa y una vela.

Demoré en darme cuenta que, posiblemente, me estaban inyectando heroína. Me sentía totalmente descompuesta. 

Estaba en el infierno.

No puedo especificar cuánto tiempo pasó antes de que entraran los tipos que se tomarían la molestia de explicarme la situación. Uno era musculoso, pude notar que traía un arma en la cintura. El otro era más bien flaco, nariz aguileña, pelo largo atado en una cola de caballo.

Este último se sentó a mi costado acariciando mi brazo.

 Al fin despertó la bella durmiente. De ahora en adelante eres mía, tu única obligación es quedarte aquí esperando a los clientes, vas a atender a cada uno de ellos. Y, cómo soy una buena persona te voy a recompensar con más de eso – dijo señalando la jeringa – comida y el gran privilegio de seguir con vida. Empiezas a causarnos problemas y no nos va a quedar otra opción más que eliminarte. No intentes hablar con nadie, no te van a creer, pierdes el tiempo.

Antes de irse me dio un beso en la frente.

No podía hablar o moverme, estaba perdida. Deseaba que me maten, que me peguen un tiro. No sabía que día o qué hora era, extrañaba mi vida, mi familia.

Así, pasaron 250 días. Lo sé porque conté cada uno de ellos.


Podemos decir que estaba muerta, cuándo no dormía tenía a hombres encima mío. Mi salud estaba muy deteriorada, comía cada 3 o 4 días. Cada vez que me llevaban al baño, una vez por día, podía ver a las otras chicas. Estaban en cuartos idénticos al mío, una vez cada dos semanas moría alguna, lo sé porque veía a otros hombres pasando por mi puerta cargando los cuerpos.

No volví a ver a Javier.

El día 251 invadieron el lugar.

Escuché disparos, gritos, maldiciones. Con las pocas fuerzas que podía tener, por puro instinto, me escondí debajo de la cama.

Tapaba mi cara con las dos manos esperando el final que, creía yo, venía pronto. Sentí cuándo me jalaron e incorporaron, esa personas susurraba "estás a salvo, vas a salir de aquí", abrí los ojos y pude ver los chalecos con las iniciales SWAT y FBI. Eran policías, ángeles que nos iban a salvar.

Entre todo el alboroto, una camilla me llevó hasta la ambulancia que esperaba fuera de esa casa.

Me internaron de urgencias, al poco tiempo pude volver a ver a mi familia. Estuve en el hospital casi tres meses, tardé mucho en salir de cuidados intensivos. Tenía complicaciones en los riñones e hígado, además de la anemia. Tuve suerte y la prueba de VIH salió negativa.

Cuando volví a casa no lo podía creer. Tenía que tener reposo absoluto algunos meses más, médicos y un psiquiatra desfilaban por mi habitación, mamá no se separaba de mí. A veces, cuándo ella creía que dormía, la podía oír llorar.

Paso un año hasta que pude dejar la medicación, aún tengo pesadillas pero ya no me despierto al medio de la noche clamando ayuda. La terapia es cosa de todos los días, Néstor, mi psicoanalista, es un fiel compañero y amigo que trata de ayudarme a retomar mi vida.

Hace poco me contaron todo lo que pasó. Javier era parte de una mafia que traficaban mujeres, él era uno de los encargados de captarlas. Gracias al trabajo de inteligencia de dos países el operativo en el que nos rescataron fue un éxito. Los cabecillas están condenados a muerte.

Ese negocio asqueroso no ha muerto, aún hay miles de personas cautivas viviendo el mismo infierno que yo pasé. Muchas no van a sobrevivir.

Soy una bendecida.


miércoles, 20 de enero de 2016

Buenas noches, hermanita mayor.

Ellos llegaron cuándo él se fue, aceptaron una versión desmejorada de mí. Ellos aceptan todas mis versiones. 

Ellos salvaron mi vida.

Rodrigo tiene alma de adulto, es rebelde, necio. Muy inteligente, analiza mucho aunque le gana la impulsividad y ahí es donde se equivoca. Es el niño de 11 años más perspicaz que he conocido (y voy a conocer). Mi pequeño bebé gordo que se niega a seguir siendo bebé.

Fernando es dulzura personificada. Inocente, tierno, engreído, inteligente y asertivo. Discierne muy bien los momentos, sabe cuándo callar. Oportuno, caballerito. Mi querido bebé flaquito que, cuándo se molesta conmigo, no me quiere dar beso.


Nunca hubiese imaginado que la vida me iba a regalar dos cómplices, dos compañeros de ruta tan extraordinarios. 

Saben cuánto los amo, cuánto me alegran la vida. Saben que tienen una hermana llorona y mandona que los obliga a abrazarla cuando se siente triste.

Los veo crecer, convertirse en dos jóvenes hermosos. Me hace feliz que me vean a su lado siempre..

Lo único que pido es que nunca me dejen de llamar "hermanita mayor".