Soy hija única, siempre tuve todo lo que quise.
Sobreprotegida, malcriada, engreída, clase media alta. A
papá nunca le gustó que se me acerque ningún chico pero, esa última vez, tuvo
más razón que Dios en desconfiar.
Se llamaba Javier, lo conocí gracias a esas aplicaciones
para celular dónde puedes interactuar con personas, tener citas, cosas así.
Alto, bien parecido, tonificado, ojos negros, hermosa sonrisa, 24 años y, para
mis 20, lo encontraba perfecto. No podía creer tanta suerte.
Apenas cumplimos un mes saliendo, mis papás exigieron
conocerlo.
Papá lo odió desde la primera mirada, mamá era demasiado
dulce para emitir opinión pero podía notar su descontento. Un descontento que
yo no me explicaba (además de encontrarlo injusto). Gracias a esa mala primera
impresión empezó a quebrarse el vínculo con mi familia. Las peleas eran diarias
y a todas horas, siempre por el mismo tema.
Luego de otra discusión, ya muy noche, esperé que se
duerman, arreglé mis cosas en dos maletas, tomé las llaves de mi auto sin saber cuánto me arrepentiría de lo que estaba a punto de hacer.
Antes de salir llamé a Javier avisando que iba para su casa.
Le encantó la noticia. Me recibió muy emocionado, comimos pasta y abrió un buen
vino.
A la mañana siguiente desperté gracias al sol que se filtraba
por la cortina. Él no estaba, supuse que siendo fin de semana, había ido a
buscar algo rico para desayunar. Me recosté en el mueble aún adormilada. Llegó
luego de unos minutos.
Ese fue el día en el que me avisó que íbamos a viajar fuera
del país a tentar suerte en un trabajo que le habían ofrecido.
En lugar de alegrarme me puse pálida, me dieron náuseas, pensaba
en mi familia, tenía la intención de volver, los extrañaba. ¿Cómo explicarle
eso?
Guarde silencio gracias a mis ganas enfermizas de no
separarme de él. Dos días después, ya en
el aeropuerto estaba muy nerviosa, como si algo dentro de mí dijera de forma
desesperada que no viaje, que regrese a casa, que todos estaban muy preocupados.
Y claro, no hice caso a mis presentimientos. Gran error.
Nos instalamos en un departamento muy bonito, amueblado, con
vista a un río cuyo nombre ya no recuerdo. Todo era lindo pero, no entendía
porque no podía sacarme la sensación de intranquilidad del pecho.
El primer sábado que pasamos en nuestra nueva casa me avisó
que a la noche estábamos invitados a una fiesta muy exclusiva. A la mañana de
ese mismo día le confesé mis ganas de llamar a casa, me convenció que no era
necesario, que iba a empeorar las cosas. No entiendo en que estaba pensando
cuándo le hice caso.
Llegamos al evento y todo era raro, el ambiente, los
invitados. Tipos muy grandes emparejados con mujeres más jóvenes que yo. Javier
me trajo una copa de vino, luego perdí la consciencia.
Desperté desorientada y agitada.
¿Dónde diablos estaba?
Tenía el brazo amarrado a la cama, una sábana que solía ser
blanca envolvía mi cuerpo desnudo. Estaba ansiosa, aterrada.
Era una habitación lúgubre, en lugar de puerta había una
cortina. A simple vista parecía un cuarto de madera.
Pasaban los minutos e iba recordando todo, sentía cómo se
helaba mi corazón.
Podía imaginar a mis papás en todos los medios de prensa,
mamá recorriendo cada brigada. Mis abuelos pegando carteles con mi rostro y,
abajo, se leería “DESAPARECIDA”.
¿Javier? ¿Me estaba buscando? ¿Qué pasó?
Encima de la silla que estaba a mi costado pude notar una
cuchara, acompañada de una jeringa y una vela.
Demoré en darme cuenta que, posiblemente, me estaban
inyectando heroína. Me sentía totalmente descompuesta.
Estaba en el infierno.
No puedo especificar cuánto tiempo pasó antes de que
entraran los tipos que se tomarían la molestia de explicarme la situación.
Uno era musculoso, pude notar que traía un arma en la cintura. El otro
era más bien flaco, nariz aguileña, pelo largo atado en una cola de caballo.
Este último se sentó a mi costado acariciando mi brazo.
- Al fin despertó la bella durmiente. De ahora en
adelante eres mía, tu única obligación es quedarte aquí esperando a los
clientes, vas a atender a cada uno de ellos. Y, cómo soy una buena persona te voy a recompensar con más de eso – dijo señalando la jeringa – comida y el
gran privilegio de seguir con vida. Empiezas a causarnos problemas y no nos va
a quedar otra opción más que eliminarte. No intentes hablar con nadie, no te
van a creer, pierdes el tiempo.
Antes de irse me dio un beso en la frente.
No podía hablar o moverme, estaba perdida. Deseaba que me
maten, que me peguen un tiro. No sabía que día o qué hora era, extrañaba mi
vida, mi familia.
Así, pasaron 250 días. Lo sé porque conté cada uno de ellos.
Podemos decir que estaba muerta, cuándo no dormía tenía a
hombres encima mío. Mi salud estaba muy deteriorada, comía cada 3 o 4 días. Cada
vez que me llevaban al baño, una vez por día, podía ver a las otras chicas.
Estaban en cuartos idénticos al mío, una vez cada dos semanas moría alguna, lo
sé porque veía a otros hombres pasando por mi puerta cargando los cuerpos.
No volví a ver a Javier.
El día 251 invadieron el lugar.
Escuché disparos, gritos, maldiciones. Con las pocas fuerzas
que podía tener, por puro instinto, me
escondí debajo de la cama.
Tapaba mi cara con las dos manos esperando el final que, creía yo, venía pronto. Sentí cuándo me jalaron e incorporaron, esa personas susurraba "estás a salvo, vas a salir de aquí", abrí los ojos y pude ver los chalecos con las iniciales SWAT
y FBI. Eran policías, ángeles que nos iban a salvar.
Entre todo el alboroto, una camilla me llevó hasta la
ambulancia que esperaba fuera de esa casa.
Me internaron de urgencias, al poco tiempo pude volver a ver
a mi familia. Estuve en el hospital casi tres meses, tardé mucho en salir de
cuidados intensivos. Tenía complicaciones en los riñones e hígado, además de la
anemia. Tuve suerte y la prueba de VIH salió negativa.
Cuando volví a casa no lo podía creer. Tenía que tener
reposo absoluto algunos meses más, médicos y un psiquiatra desfilaban por mi
habitación, mamá no se separaba de mí. A veces, cuándo ella creía que dormía,
la podía oír llorar.
Paso un año hasta que pude dejar la medicación, aún tengo
pesadillas pero ya no me despierto al medio de la noche clamando ayuda. La
terapia es cosa de todos los días, Néstor, mi psicoanalista, es un fiel
compañero y amigo que trata de ayudarme a retomar mi vida.
Hace poco me contaron todo lo que pasó. Javier era parte de
una mafia que traficaban mujeres, él era uno de los encargados de captarlas. Gracias
al trabajo de inteligencia de dos países el operativo en el que nos rescataron
fue un éxito. Los cabecillas están condenados a muerte.
Ese negocio asqueroso no ha muerto, aún hay miles de
personas cautivas viviendo el mismo infierno que yo pasé. Muchas no van a
sobrevivir.
Soy una bendecida.