viernes, 28 de octubre de 2016

#ParaLosAbuelos

Mi familia se estabilizó en Lima antes que yo naciera. Éramos 4 hermanos. Los mayores, de niños, iban a lo de los abuelos en Ica casi todos los veranos. Yo, muy pegada a mamá, no tuve esa costumbre.

La casa de los abuelos siempre fue un lugar cálido a dónde llegar. Mi abuela Blanca te esperaba con una comida riquísima y una conversación graciosa. Mi abuelo Chelo, portador de una paciencia eterna, prudente, trabajador hasta su último aliento.


A los 10 años viajé junto a una tía muy querida a lo de los abuelos, ya llegada la noche me avisa que es hora de regresar a Lima, yo muy determinada decido quedarme.

Tienen que saber que jamás me había ausentado de casa una noche y, gracias a eso, pasadas unas horas me echo a llorar. La abuela, muy asustada le pide al abuelo que, por favor, me lleve a casa.

Él, con el corazón más enorme del mundo, aceptó de buena gana. No paramos hasta Lima. Llevó a una niña asustada, caprichosa y llorona a casa.

Años después, ya adulta, pude frecuentar más la casa de los abuelos. Siempre era buen momento para sentarme con mi abuelo a escuchar alguna de sus historias de juventud, de su trabajo en la fábrica, de su paso por Lima y reírme cuándo la abuela lo molestaba. Era un lugar seguro, acogedor.

Ellos fueron los únicos abuelos que conocí.

Mi abuelo falleció hace más de dos meses. Lo mató la pena, la decepción. Lo mató la traición de un demonio disfrazado de hija.

Mi abuela, siempre queriendo ser dura, llora a escondidas todos los días. Algunas veces no puede más y llora confesando cuánto extraña a su esposo fallecido.

Lo único que me queda es disimular y tratar de hacerla reír, ya en la noche antes de dormir se me escapan las lágrimas pensando “yo también, mami, yo también”.